martes, 15 de mayo de 2012

Una estupida contradicción entre lo que somos y lo que deseamos

Juan Carlos  Dávalos  (escritor argentino)


Aunque figure mi nombre entre los que propician el proyecto de fundar en Salta una plaza de toros, creo necesario, para quedar a mano con mi conciencia, declarar que esa firma, puesta a la ligera, no responde a mis convicciones íntimas, sino a mis sentimientos e impulsos primarios de individuo que lleva en sus venas sangre española. Y nadie se escandalice de esta chocante duplicidad, porque la esencia misma de la naturaleza humana, en todo ser que actúa y piensa, es contradictoria, y a menudo fluctúan y combaten en la
superficie las ideas y convicciones y en lo profundo los instintos, los impulsos y los sentimientos, cuando no las pasiones. Por una estúpida contradicción entre lo que somos y lo que deseamos que el mundo sea, propugnamos en este momento, por un lado el sacrificio de toros y caballos y toreros —¡de caballos, pacífico herbívoro, nuestro leal amigo y víctima!— como honesto esparcimiento; mientras por otro lado le pedimos al dios de las batallas que no haya más guerras ni más estragos ni más horrores, porque, como cristianos viejos, de sangre española, que es decir católica, profesamos la fe que ordena al bípedo implume, pero feroz: ¡No matarás!... No matarás al menos sin  necesidad. En este mismo instante crítico de la historia humana, en tanto que los políticos se enseñan los colmillos, mientras rusos y yanquis están a partirse el alma por quién domina en los Dardanelos, un militar romántico, un heroico y auténtico hombre de guerra, exclama ante el mundo con voz de arcángel del Apocalipsis: “Llegará el día en que la civilización colocará a los militares entre los desocupados permanentes”. No es, por supuesto, una alusión a los ejércitos que no pelean, ni a los que jamás pelearán. No tengo derecho a dudar de las palabras del insigne Eisenhower, pero sí debo guardarme muy bien de tomarlas al pie de la letra. Ya está probado que los guerreros impasibles del porvenir serán los sabios; los cuales, con sólo mover palancas y apretar botones, podrán desencadenar enormes fuerzas e imponer condiciones al enemigo, sin arriesgar más vidas que las estrictamente indispensables. En el terremoto de Lisboa perecieron setenta mil personas; poco más o menos el estrago de una sola bomba atómica, que puede ser arrojada desde un avión sin piloto…Confieso que yo pensaba en esto cuando firmé frases como ésta, referente a los toros: “En un solo instante, por un arranque temerario de valentía, puede llegarse a cosechar el cálido homenaje de las fervientes ovaciones como la frialdad inerte de la muerte”.
¿Cómo he podido elogiar así el arte frío de matar a una pobre bestia acobardada, cansada, enceguecida por la sangre que le chorrea de las cejas? ¿Hay heroísmo real, verdadero valor temerario en ello? Lo temerario es la perfidia, la crueldad que hay en convertir a una noble bestia herbívora en un tigre.
Veamos la opinión de Bernard Shaw, quien, a propósito de las bodas de Alfonso XIII con la  princesa Ena de Battenberg, escribió lo que sigue:
"Ha quedado evidenciada la falsa posición, de la que no pueden escapar ni el Ejército de Salvación ni la Iglesia de Inglaterra ni ninguna otra organización religiosa, como no sea mediante una reconstrucción de la sociedad. Ellas tampoco pueden limitarse a tolerar pasivamente al Estado lavándose las manos por los pecados que éste comete. El Estado está forzando constantemente las conciencias de los hombres con sus violencias y con sus crueldades. No satisfecho con pedirnos dinero para mantener a sus soldados y a sus policías, a sus carceleros y a sus verdugos, nos obliga a tomar participación en sus actividades, so pena de convertirnos en víctimas de su violencia. Al tiempo que escribo estas líneas el mundo asiste a un acontecimiento sensacional. Se ha celebrado un matrimonio de reyes, primeramente con la administración del Sacramento en una catedral, y después con una corrida de toros, que ofrece como entretenimiento mayor el espectáculo de los caballos que ensangrienta y destripa el toro para que después, cuando el toro está tan exhausto que ya no ofrece peligro, lo sacrifique el prudente matador. Pero el irónico contraste entre la corrida de toros y el Sacramento no conmueve a nadie. Hay otro contraste: entre el esplendor, la felicidad y la atmósfera de bondadosa admiración que rodean a la joven pareja y el precio a que hay que pagarlos —bajo nuestros abominables sistemas sociales— en miseria, inmundicia y degradación de millones de otras parejas jóvenes", etc. Y el utópico George Bernardo Sardanápalus, como él mismo se apellida, salta de aquí, hecho un arlequín, hasta el elogio del anarquista o del anarquismo. Yo no voy a seguirlo hasta tan lejos; pero me parece razonable su opinión de que si deseamos sinceramente un Estado cristiano y una pacificación de la sociedad, no se fomentan estas beatíficas tendencias inculcando a las masas el gusto por los sangrientos espectáculos que inconsciente o maliciosamente fomentamos en ellas. Y continúa Shaw: "Y comentemos cortesanamente el fino tacto y el exquisito gusto de las damas de nuestras casas reales, que aun cuando deba presumírselas plenas de natural ternura, han sido educadas tan bien que es posible hacer que vayan a ver la matanza de los caballos con la misma docilidad con que irían a ver un espectáculo de gladiadores, si fuera ése el espectáculo de moda en la actualidad".

Salta, octubre de 1946.

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