lunes, 14 de mayo de 2012

Desmontando la Fiesta Nacional



Iván González
(Madrid, 1975) es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.



El pasado fin de semana, con la actuación estelar del torero de moda, la Monumental de Barcelona, después de casi cien años de corridas, dijo adéu a los toros. ¿Debemos alegrarnos o no por ello? En España, la Fiesta Nacional lleva tiempo enfrascada en un debate pasional entre adeptos y detractores. Es este asunto donde queda mal lavarse las manos, que no admite medianías pues es danza con la vida o muerte. Hoy aportaré mi opinión como otro granito de arena más a meter en un hipotético cubo donde todos deberíamos dar veredicto y destino final por
referéndum a la Fiesta.
No soy un descastado que jamás haya experimentado el vértigo fascinante de la Fiesta. Sé lo que es una tarde de toros. Conservo en la pituitaria el olor de los puros, en el alma la bella música de los pasodobles que tocaba la banda, en la piel la suave brisa que bajaba de la Sierra. Como español criado en verano en un pueblo, a lo largo de mi vida, he asistido voluntaria o involuntariamente, a numerosas corridas de toros. Desde los cuatro o cinco años, las mañanas de principios de agosto, cuando vivíamos en aquella casa de Manzanares El Real al lado del castillo de los Mendoza, en la calle de la Cañada, me levantaba con el chupinazo de los encierros.
Vi, agarrado a aquella verja, a mucha gente jugándosela. Vi a mozos sangrando por los embistes de los cabestros, a mi abuelo, espontáneo, inmovilizado un par de meses en la cama de un hospital por la cogida de una vaquilla. Vi, como diría el replicante de Blade Runner, cosas que tú, habitante de Finlandia o Suecia, nunca verás. Sé el valor que encierra batirse con un bicho de seiscientos quilos. Lo valoro. La valentía de los toreros, sobre todo los que se arriman y dominan la faena, es admirable. Echarle cojones fascina desde las gradas, porque la mayoría vivimos la vida desde la grada. Pero también sé -y he asistido a catedrales del toreo como las Ventas en más de una ocasión- que toparse con una de esas inolvidables tardes entre el toro y el hombre vestido de luces donde la muerte llega casi sin estridencias en una coreografía de tiralíneas y nobleza depurada es tan bizarro como fotografiar colibríes en las selvas de Centroamérica. La mayoría de las veces la agonía del animal, sangrante como un Cristo barroco por la mala praxis de picadores o banderilleros, quejicoso y arrinconado en el coso con la lengua afuera, es sonrojante.
Quienes dicen que el toreo es un arte, entre los que se encuentran prestigiosos intelectuales y artistas, deberían aceptar que un amante del arte moderno les contase que pegar grillos agonizando en las paredes de una galería, como hace el madrileño Ismael Alabado, o dejar morir de hambre a un perro callejero, como hizo el costarricense Guillermo Vargas en una feria de arte en Nicaragua, también es arte. A mi juicio, el actual relativismo grumoso que pringa todas las facetas de la expresión humana es un error. Todo no vale. No podemos decir que si hay un grupo humano, por amplio que sea, que disfruta con algo, debemos permitirlo porque si no somos unos fascistas. La conquista de una libertad humana más real, basada en la ética, sin complejos por excluir lo corrupto o enloquecido en nuestra sociedad, es una meta a la que deberíamos caminar con firmeza.
Si el arte, al que ni Tolstoy acertó a definir, además de morirse de frío, significa algo, pienso que podría explicarse estableciendo sus fronteras difusas al menos sobre la idea de expresión que no menoscaba la integridad de otros seres vivos. En mi opinión, un arte que asesina cosas cuyo corazón late deprisa por el miedo de manera gratuita, lentamente, sin fines alimenticios sino puramente lúdicos o abstractos, por mucho que lo diga Hemingway, Picasso, o la madre que los parió, no es duende, sino esa cosa pretenciosa o desnortada que choca, hace titulares, crea industria, y que desgraciadamente tanto abunda en los museos, ferias actuales, y en la vida en general.
Es que el toreo es una tradición, esgrimen algunos, ¿pero acaso hay que mantener por siempre las tradiciones que van contra el sentido común?, ¿es lícito el asesinato del Toro de la Vega, un animal que perece acorralado por  borrachos con lanzas y que, como este año, acaba rematando con un destornillador un valiente mozo que luego declara orgulloso sentirse como Cristiano Ronaldo?, ¿deberíamos recuperar los festejos romanos donde se arrojaban cristianos a los leones?, ¿el cachondeíto de lanzar cabras desde un campanario o decapitar gansos o sumergir hormigas en vinagre?
Ya es vetusto el argumento de la desaparición. Los toros de lidia, fuera de la plaza no sirven para nada, se extinguirían, afirman los defensores de la Fiesta quedándose tan panchos. ¿Cuántas especies exóticas que no sirven para el disfrute tratan de preservarse?, ¿para qué rayos sirve un oso panda, un koala, un lince ibérico, una serpiente pitón? Casi nadie comemos ninguno de esos animales y, sin embargo, andan por ahí sueltos, porque les dejamos aparearse, o en museos y zoológicos? ¿Sería más aberrante ver toros de lidia pastando en un safari que acorralados en la plaza?, romanticismos los justos, ¿de verdad creéis que si el toro pudiera expresarse preferiría morir torturado en sacrificio público que de viejo frente a la cámara de unos turistas japoneses?
Una tarde, con un primo funcionario de prisiones, a las afueras de Sevilla, caminé campo a través buscando las famosas ruinas de Itálica. Como no seguimos bien un curso por correspondencia en Coronel Tapioca nos perdimos. Caía la tarde y, de repente, detrás de unos arbustos, nos topamos de frente, a menos de dos metros, con un morlaco azabache inmenso. Mi reacción natural fue coger algo del suelo para defenderme. Cuando el animal vio mi gesto brusco se asustó y reculó hasta la manada. Era manso y de una belleza tremenda en libertad. Estaba tan acostumbrado a verle siempre malencarado en una plaza que me sorprendió su mansedumbre de bestia timorata, su reacción instintiva de miedo ante el encuentro con el Otro.
Otro clásico argumento maniqueo de defensa taurina: ¿Cómo vamos a prohibir la fiesta con toda la gente que da de comer? Auschwitz también permitía a mucha gente vivir de la sopa boba y eso no justifica la existencia del Tercer Reich. Mucha más gente se está quedando sin trabajo por la informatización de los oficios y no por eso demonizamos los ordenadores o Internet sino que los consideramos una conquista tecnológica de nuestra civilización.
España ha acaparado en Europa, y aún lo hace, la mayor parte de festejos crueles con animales, además de exportarlos a sus antiguas colonias, como las Filipinas. Hace varios estuve en Manila haciendo un reportaje sobre las peleas de gallos, deporte nacional introducido por los españoles. Me pasé muchas horas corriendo con mi cuaderno y mi cámara, del ring a la enfermería, para tratar de comprender el sentido de la fiesta. Comprendí la cantidad de dinero que se movía en las apuestas, el ambiente distendido de contactos sociales que propiciaba aquel coliseo, cómo la televisión, con su presencia, contribuía al espectáculo. Pero también entendí que aquellos animales a los que colocaban navajas cortantes en las patas, como los toros, al principio, antes de ser subidos al cuadrilátero, acorralados, empujados al contrincante con insultos, gritos y aspavientos, no tenían ninguna gana de batirse, y que en ese ambiente viciado y ruidoso estaban asustados y sólo querían picotear granos y ser agasajados por sus dueños. Cuando a los perdedores, todavía vivos, con heridas irreversibles o propietarios tacaños o pelados de dinero, el matarife les amputaba una pata como señal de derrota, observé sus miradas largas y acuosas que ya he visto en los moribundos de otras especies. No puedo olvidar que al final de sus pupilas asomaba una expresión de dolor inmenso implorando piedad.
Dicen que la gata Muezza dormía sobre el brazo de Mahoma, y que este, cuando tuvo que salir, cortó la manga de su túnica para marcharse sin despertarla. Jesús, a lo largo de su vida, liberó del yugo de la esclavitud a muchos animales, como aquel camello cargado de madera al que su dueño arreaba para que subiera una duna. Cuentan que Jesús le dijo al camellero: ¿Por qué pegas así a tu hermano?

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